Una polilla es más interesante
que una mariposa. No se exhibe con la blandura de la anterior, no se expone, no
ostenta. Todo lo contrario guarda un elegante misterio con su huidizo vuelo. Manejan
con gala su presencia y son amigas de la noche, como si escondieran un secreto
en su extraña forma. Extraña, extravagante, de formas menos delicadas pero de una belleza más siniestra y
envolvente que sus esbeltas primas.
Aquella belleza que no se ve a
simple vista, banal y efímera, sino aquella belleza que exige del observador
agudizar la vista, los sentidos, ver más allá, ver el fondo que la misma sombra
dibuja sobre la forma.
Una polilla se acerca a la
bombilla de mi lámpara, revolotea alrededor de la luz. Por alguna extraña
razón, la luz eléctrica atrae a estos insectos. Suicidas sin lugar a dudas. Un
grave y denso cortejo con la muerte. Una marcha solemne hacia un sepulcro con
pinta de simple basurero.
La polilla sigue girando
hipnotizada alrededor de la bombilla, se aleja, toma vuelo y da leves choques.
Se arriesga como cualquier amante de deporte extremo, en la que la vida se
resume en ese momento en que tu propia existencia pasa a segundo plano para dar
paso a un instante eterno lleno de aceleración. Luego, con suerte, la vida
puede continuar.
La polilla ahora está en el
suelo, con las alas quemadas, agonizante. Para ella la vida ya no tiene caminos
que recorrer, la autopista termina en un precipicio. Riesgos placenteros de
vivir al límite.
Pero hay instantes eternos que
exceden cualquier noción de tiempo. Instantes que pueden durar toda una vida y
sin embargo sentirse atemporales, sugerir un limbo y una especie de trance
permanente.
Mientras la polilla había
terminado de vivir un instante eterno, un acercamiento hacia lo infinito, yo me
encontraba en una total ingravidez, en una levedad existencial amorfa. Punto
para la polilla.
A pesar de su apariencia poco
agraciada a primer vistazo, en ojos de un observador perspicaz pueden resultar
bellos elementos flotantes. Yo, en ojos de un observador agudo, sigo siendo un
manojo de cabellos y recuerdos extraviados.
Nuevamente punto para la polilla.
De pronto siento un escalofrío
recorrerme la nuca y me recuerda que ayer he soñado, por primera vez en mucho
tiempo, no sé cuánto exactamente, de pronto un año o un poco más.
El sueño me ha paralizado, me ha
mantenido en alerta durante todo el día. Incluso ahora sólo me limito a mirar la
bombilla de la lámpara, espero una nueva polilla que me hable al ritmo de su
vuelo, que deje filtrar la luz con su sombra proyectada en la pared, que me
deje ser partícipe de su marcha fúnebre.
En lugar de contar ovejas, cuento
polillas y ciertamente es más interesante. No quiero dormir, no quiero soñar.
Los sueños son un acto innecesario, una vil jugarreta de la mente para
recordarnos que “hay algo más”. Ahí, adentro, en lo profundo de nuestro ser.
Algo desconocido e inmaterial que me produce un sinsabor, esa sensación
agridulce al saber que no sólo somos un cúmulo de instintos y de reflejos, pero
que aquel mundo desconocido es tan vasto que devora al instante cualquier
esfuerzo por comprenderlo. Soñar me desgasta, me asusta, me coloca en un
escenario completamente desnudo, con las luces encendidas en su máxima
potencia. Puedo sentir como esas lucen me sofocan, me asfixian. Ese vacío en el
estómago y ese tambaleo ansioso en las piernas, como si fueran a quebrarse.
Soñar no cuesta nada dicen los
románticos y yo les respondo que soñar es un acto vano en la que muchos sólo
logran estrellarse con una realidad tan insípida e insulsa que aterra.
Soñar me produce horror. Horror
al colocarme en una escena donde no siento mis pies, donde trago saliva y la
garganta sigue seca. En la que no puedo distinguir dónde empieza y dónde
termina el sueño, un horror que ni siquiera puedo sentir durante el sueño. Nada
es auténtico, nada es real y sin embargo se siente como si lo fuere. Una trampa
mortal e injusta que te incita a vivir algo no vivido.
Soñar me produce escalofríos y la
taza llena café que sostengo ahora entra estas manos temblorosas lo sabe muy
bien. Un ancla perfecta para mantenerse en esta dura pero auténtica
realidad. Y a no a esa voraz sordidez
que arranca a fieros mordiscos pedazos de mi profunda oscuridad.
Me sostengo en el verdugo halo
que desprende la bombilla. Ambos
expectantes sobre el nuevo inquilino hacia la muerte. Por fin aparece. Polilla
de nuevo. Me hundo tras un sorbo lento de café caliente, muy amargo, sin
azúcar, sin crema. Café con sabor a tierra, como los que me gustan.
La polilla empieza la danza
macabra alrededor de la bombilla y por un momento me siento aliviado y deseo
que esta nueva polilla sea más resistente que la anterior.
Las polillas me parecen insectos
interesantes y de una incomprensible belleza. Me gustan. Pero más me gusta
verlas morir, desfallecer en su infinita hermosura. Y es que lo bello merece
morir pronto para perpetuar dicha belleza de lo contrario se arriesga a una
contaminación inevitable, a podrirse, marchitarse. Lo bello muere joven, ahí radica
su grandeza, joven y lentamente. Cómo Sofía…
El diario donde aparecía la
noticia acerca de la reapertura del caso de Sofía estaba en una mesita, a modo
de escritorio, a un lado de mi cama. Bajo la ventana, bajo las cortinas azul
noche llenas polvo. Releer una y otra vez durante horas seguidas, no me había
servido un carajo, más que para aumentar el dolor de cabeza que ya tenía.
Ayer, que recibí el diario y todo
el día de hoy me la he pasado con el diario bajo el brazo, de un lado para otro
por toda la casa, releyendo, analizando cada letra, cada frase y nada. Hoy me
coloqué a las 8 de la mañana frente a la puerta a esperar el diario, con la
esperanza de encontrar alguna pista adicional en algún nuevo artículo acerca de
Sofía con la finalidad de poder recordar más detalles. Pero nada, el diario de
hoy ni por asomo mencionaba lo que el día anterior había colocado en letras
grandes con una amplia explicación. Así son las noticias.
El diario con Sofía como noticia
cometido hace un año, al lado el trozo de tela, manchada aún, no tenía intención de quitársela, perdería su
esencia, aquella que me acercaba más a Sofía. Entre mis manos la taza de café
aún humeante, en la cama una de las cajetillas de cigarrillos que desenterré
días atrás al recordar a Maku. Sobre el velador, el cigarrillo que encontré
ayer en el cajón mientras intentaba encontrar alguna tirita para el corte en mi
frente – que seguían sin aparecer -
destinado a ser fumado en los próximos minutos.
También sobre el velador, la
lámpara. Dorada, con una pequeña cubierta color ámbar por encima de la
bombilla. Alrededor de la bombilla el ya moribundo insecto. Todo parecía
indicar que no resultaría ser más resistente que la polilla anterior.
La ansiedad de pronto me embargó.
Todo se veía armado, puesto, falso. Falso como un escenario. Un escalofrío
recorre mi medula de punta a punta y me siento dentro de un sueño. Pero sé que
estoy despierto, se siente como tal. El
color de la taza, lo amargo del café, siento mi respiración cada vez más
agitada. Sí, esto es real.
Ese insecto ya mareado y
moribundo de tanto girar es auténtico y también ésta creciente sensación de
horror. No es un sueño. Esto no puede ser un sueño! Cuando uno sueña todo es
episódico, esto es una línea continua, una sola película. No hay saltos, ni
vacíos, al menos ahora… Sí. Un sueño no podría ser tan cotidiano como esto, tan
aburrido. No. Las tres polillas muertas en el piso son reales. Las he visto
aparecer, revolotear y morir en una caída libre con las alas chamuscadas.
Recuerdo cuando preparé el café y le agregué una cucharada extra, cuando subí a
mi habitación y tuve que bajar de nuevo porque había olvidado dejar el costo
del diario en el buzón. Lo recuerdo. Mierda! Un sueño no puede ser tan largo,
tan pausado. Tan, tan… no sé. Hay una aguda vacilación que me hace sentir la
garganta seca.
Sin embargo, simplemente me niego
a creerlo, me niego a reconocer el hecho de que haya sucumbido en ese hoyo
onírico interminable. No!
Me pellizco, la piel se enrojece,
es real. Algo más! Me pongo de pie, la bombilla encendida y su cada vez más
atontada acompañante aun girando. Estoy agitado y esto es verídico. Por un
demonio juro que sí! Taza en mano, caliente y humeante todavía. Veamos. Me
muero los labios cierro los ojos y en un rápido movimiento me vierto el café
encima, desde la cabeza. Me quemo, un grito ahogado se abre paso en forma de
seco quejido. Un “carajo” para acompañar. Un dolor insoportable, sobre todo en
la frente, en la herida que aún sigue indomable. Aprieto los dientes. Aguanto
firme. El café se escurre por mis orejas, chorrea por mis hombros, por mi
pecho. Caliente. Un infierno generoso y necesario. Doloroso pero urgente.
Respiro hondo.
Sin lugar a dudas no es un sueño.
El dolor empieza a apagarse y con él mi interior. La herida en la frente clama
justicia por tal vil hazaña. Duele peor que antes. Pero no importa, eso me
recuerda lo despierto que estoy, eso es lo más importante. La puta herida puede esperar un rato más.
Después de haber entregado mi
cuerpo al negro líquido ya era hora de entregarme de nuevo a la cama. Me sentí
mareado, sonreí. Eso es real. Me acosté, así, mojado y vaporoso. Pero más
tranquilo. Giré y ya no vi la polilla bailándole a la lámpara. Intuí lo que
pasó. Bajé la mirada para cerciorarme, en el piso en lugar en 3 polillas ahora
yacían 4. Bien, suficiente de polillas por hoy. Decidí dormir así, quizá de
esta forma no soñaría. De pronto este café que humedecía mi cuerpo haría las
veces de bálsamo encantado y sanador repeliendo cualquier peligroso
acercamiento hacia los sueños. De pronto el soñar no es más que un anciano
hipertenso a que el café no le es muy digno.
Apagué la lámpara y con ella a las polillas, la
mortecina belleza, a Sofía y a ese temor por un sueño que espero no se deslice
de nuevo entre las sábanas. Al menos no esta noche. Al menos las polillas,
sobre todo las muertas debajo de mi lámpara, no tienen que preocuparse por
ello. Nuevamente punto para las polillas. Mierda.
Atte.
ESKOL.
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