Sofía, se llamaba Sofía y estaba
en la materia de fotografía artística 1, junto a mí y junto a Maku. Sofía,
alta, espigada, caderas estrechas, ojos verdes agua, labios delgados y definidos, piel blanca y pálida, cabello
castaño claro y una voz que invitaba a cerrar los ojos y quedarse dormido en su
regazo.
Sofía, la misma que me tomaba
fotografías de imprevisto, sin avisarme, sin darme alternativa a esbozar una sonrisa hipócrita y poner cara de
portada. Aquella Sofía que decía que yo
sería el esposo perfecto porque hablaba poco, era respetuoso, tenía mirada
sincera y le inspiraba una extraña ternura. Ternura que hasta la fecha cada vez
que me miro al espejo, no logro encontrar, ni siquiera escondido en la comisura
de mis labios o en esas arrugas que ya asoman en mis ojos.
No sé cuántas horas he pasado
inconsciente, pero al despertar me he encontrado con un tibio hilo de sangre
discurriendo por mi frente y un dolor de
cabeza de proporciones delirantes. El césped aún empapado y con él, mi ropa y
con mi ropa de seguro algún virus anidando listo para darme una sombría
bienvenida junto a esta primavera.
Primavera… la estación favorita
de Sofía y se encargaba de hacérnosla recordar a todos los que llevábamos
alguna materia con ella. Todos los trabajos fotográficos que presentaba tenían
claras referencias primaverales, aunque el que terminó generando todo un
acontecimiento fue el proyecto final, en cuya sesión fotográfica salía un tipo
desnudo y sobre cuya piel se veía dibujos de distintos tipos de flores. Un
primera fotografía presentando con una flor de loto en la base de la espalda,
una segunda con un girasol usando la tetilla derecha del modelo como centro de
la flor, una rosa amarilla reposando sobre su ombligo, pero la causante de la polémica y posterior
debate que empezó en la estética del
desnudo en las fotografías y terminó en el uso de la imagen femenina como
objeto y símbolo del consumismo y posterior degradación de la mujer, para
deleite de unas cuantas lesbianas ultrafeministas pero que tenían un marcado espíritu consumista
y se relamían los labios al ver alguna chica semidesnuda en cualquier comercial
- era lo más seguro – una fotografía con dos tulipanes dibujados en ambas
nalgas del desdichado modelo que incluso fue objeto de burla, al enterarse la
clase, que no se trataba sino de su hermano que estaba en primer semestre de
Artes Escénicas.
Todo lo relacionado a la
primavera estaba presente en cada mínima
cosa que Sofía decía o hacía. Desde sus típicas faldas floreadas por encima de
la rodilla, hasta las típicas flores que se colocaba en el cabello a la altura
de su oreja izquierda y que ciertamente le daban un aire sublime y mitológico.
Lo primero que hice al
despertar fue tomar conciencia de lo que
había pasado, de lo húmedo que estaba y que dicha primavera seguía con un
intenso sabor a invierno. Subí, aún tambaleándome, hasta mi habitación. Me
limpié lo que me quedaba de sangre en una camiseta sucia de color blanco. Luego
me percataría que había terminado de arruinar dicha camiseta con esa indeleble
marca de sangre a la altura del pecho. Me sentí imbécil y dejé que la camiseta
reposara por última vez en el rincón opuesto al que solía dejar la ropa sucia.
Como para que se sintiera especial, al menos en sus últimos momentos.
Especial, como de seguro se
sintió el hermano menor de Sofía al ser detectado como portador del VIH, ser
repudiado en la universidad, por su propia familia, para luego terminar
muriendo en un mar de atenciones y admiradores, después que saliera contando su
historia en un conocido programa de televisión nacional y fuera considerado
mártir nacional de la lucha contra el sida.
“Ahora cualquier idiota se
contagia de sida por ser un irresponsable, derrama unas cuantas lágrimas en
televisión y el público - más idiota aún - le celebra la gracia y lo elevan a nivel de
héroe patrio. Peculiaridades de la mentalidad de este infeliz país
tercermundista en plena nueva era” – habría comentado luego el profesor de
ética en alguna de sus clases. Bueno… en alguna de sus últimas clases; después
de su “atinado” comentario, la familia de Sofía exigió disculpas públicas, a lo
cual el hombrecillo de mediana estatura, calvicie incipiente y dientes
perfectos de dudosa autenticidad, se negara y fuera expulsado de la
universidad. Y es que la familia de Sofía era gente poderosa con grandes y
misteriosos vínculos al gobierno y amigos de toda la vida de los padres de
Maku.
Lo paradójico del asunto es que
Sofía pensaba exactamente lo mismo que el infortunado profesor. Yo también…
A veces nuestros principales
verdugos viven bajo nuestro propio techo y tienen nuestra propia sangre.
La camiseta blanca, ahora estropeada, fue testigo de mis
apresurados y torpes movimientos por abrir el frasco de analgésicos. Una, nada;
dos y con ambas manos. La mierda no abre! El dolor de cabeza se intensifica. Aprieto los dientes – no seas
marica – la tercera es la vencida, vamos. Lo logro, me alegro pero por escasos
segundos, para luego apretar nuevamente los dientes, ahora de rabia.
Las pastillas, en un estallido,
salieron disparadas del frasco - no
importa – me abalancé sobre el piso,
encontré tres pastillas medianamente juntas y me las llevé a la boca.
Para luego ponerme de pie, correr hacia
el baño y tomar una bocanada de agua del grifo. Listo, a esperar que desaparezca este maldito
dolor. La camiseta y el resto de pastillas náufragas podían esperar un rato
más. Que aprovechen su momento. Fue cuando entonces, al mirarme al espejo, me
di cuenta que necesitaba alguna tirita para esa marca en mi frente que
mantenía el contorno irritado y sonrojado. Aprovechando ese momento de sublime
intimidad con mi otro yo que me observaba desde el interior del espejo, me
acerqué más y no pude evitar preguntarme
¿Dónde escondo toda esa ternura de la que hablaba Sofía? Ciertamente no
en esa marca en mi frente.
Me quedo así, observándome como
si descubriera de nuevo cada porción de mi rostro, cada línea de expresión. Me
permito examinar aquél reflejo que imita mis movimientos y simula ser yo. Dos
lagunas a manera de ojos, dos lagunas profundas pero inertes, carentes de
brillo, pero en las cuales por alguna extraña razón podía sentir ciertos
vestigios de un resplandor pasado, de una vida pasada… ¿Quién soy en realidad?
¿Qué esconden este par de lagunas que utilizo como ojos? ¿Qué les quito la luz?
Levanto ligeramente la mirada y
la marca en mi frente me trae de regreso a la realidad y me recuerda, en medio
de agudas punzadas, mi condición de simple humano cualquiera y que debo buscar
alguna tirita para evitar una posible infección.
Regreso a mi habitación, la
camiseta manchada continúa su agonía en aquella esquina, las pastillas, regadas
en todo el piso, sugerían una imagen surrealista. Me agrada. Quizá las deje un
rato más ahí.
Recordaba tener algunas cuantas
tiritas en el segundo cajón de mi velador. Pero al abrirlo no estaban ahí,
unas hojas sueltas, chucherías en su
mayoría inservibles, un cigarrillo de una marca que no fumaba hace buen tiempo;
lo guardé en mi pantalón imaginándome ese sabor a antiguo que tendría. Nada. Ni
una sola tirita.
Fue en ese momento, cuando mi
mano se disponía a cerrar el cajón que advertí algo en su interior que me
produjo un extraño sobresalto, como si
un finísimo hilo de agua helada recorriera mi espalda. Abrí de nuevo el cajón y
sí, el sobresalto se produjo de nuevo, esta vez de forma más intensa que la
anterior. Era un pedazo de tela, del tamaño de mi palma. Una tela de seda color
verde agua con estampados de flores. Una tela evidentemente con tintes
primaverales. Pero la primavera tenía una mancha. Su textura, áspera. Su olor,
a tierra mojada. Mojada pero ya lo bastante seca como para engañar a
cualquiera, pero a mí no. Tierra húmeda, agua estancada, lluvia intensa.
Tela primaveral y la imagen de Sofía asoma en mis recuerdos. ¿Por qué? ¿Por
qué? ¿Qué hace ahí? ¿Qué hace una primavera manchada y fragmentada en mi cajón?
Volví a oler la tela y con ella a Sofía y con Sofía a una verdadera primavera.
No el remedo de estación floral que simulaba serlo ahora.
Justo cuando el dolor de cabeza
parecía atenuarse, ese pedazo de primavera extraviado, me agitó. La cabeza
pesada, densa, la marca en la frente dando punzadas crueles. Apreté los dientes
por tercera vez en el que iba de la mañana. Fue cuando entonces el timbre de la
puerta sonó 2 veces y supe que eran ya las 9am. Todos los días a la misma hora
y bajo la contraseña de dos timbrazos seguidos, el chico – o chica – del diario
me dejaba un ejemplar en el buzón de la puerta, no sin antes asegurarse de
recoger las monedas que le dejaba la noche anterior por el coste del diario en ese mismo buzón, con la boca lo
suficientemente grande como para que el sujeto del diario metiese la mano y
recogiera el dinero.
El retazo de tela exigía de mi
toda la atención para descubrir que
hacía escondido en mi cajón, cómo había llegado hasta ahí. Puesto que mis
anteriores sospechas ya eran una aseveración. La tela pertenecía a Sofía – la
primavera de su piel y su olor eran inconfundibles- pero la razón de su exilio
no tenía ningún motivo que pudiera usar como posible explicación. Sin embargo
deje a la primavera invernando en mi cajón una vez más y salí de la habitación
con dirección a la puerta principal. La camiseta aún en el rincón y las
pastillas en el suelo – muy bien – algunos pasos apresurados y a encontrarme
con la escalera.
Si había permanecido inconsciente
prácticamente todo el día anterior, no había forma que hubiera podido depositar
el costo del diario en el buzón la noche anterior, el individuo metería la mano
y al no encontrar nada seguiría insistiendo hasta que alguien salga a
cancelarle. Eso significaba que el sujeto seguiría ahí afuera, ahí parado.
Esperándome, insistiendo con el timbre, escudriñando la casa, asomándose por
las ventanas, intentando algún molesto contacto. No tardé en escuchar 2 timbres
seguidos de nuevo, tal y como intuía que sucedería.
Me coloqué frente a la
puerta de tal forma que él no viera mi
silueta, en silencio. Reduje mi respiración, mi pecho se hinchaba más pero de
forma más lenta, probé ir deslizando el aire que exhala suavemente por la boca
entreabierta. Resultó, así que proseguí. Vi una figura a través del vidrio
traslúcido que estaba a ambos extremos
de la puerta, enmarcándola. Vi cómo se asomaba por un lado para intentar
ver algo. Me moví ligeramente al lado contrario. Parecía tener una especie de
gorra, de seguro con la marca del diario en la zona frontal.
Apoyó una mano sobre el vidrio, un
individuo insistente o una de esas chicas demasiado autosuficientes como para
llegar a casarse antes de los 30. Si se tratara de un hombre, un tipo delgado
pero atlético, por la acentuada forma de su torso que su camiseta dibujaba. Si
fuera una mujer, una pobremente distribuida, de rasgos toscos y proporciones
desiguales.
La mano apoyada aún en el vidrio.
Persistente, curiosa, aunque preferí pensar en un sujeto alto y deportista
aunque de pronto limitado en cuanto a inteligencia, como la mayoría de esos
grandulones acostumbraban a ser.
Saqué unas cuántas monedas y las
introduje en el buzón de la puerta, el sonido fue generoso, amplificado por el
silencio reinante. La silueta dio un respingo y se apresuró a meter la mano en el
buzón, como si de un animal en cautiverio se tratase al ver un pedazo de carne.
Ironías de la vida. A pesar de estar
allá afuera, y yo aquí, adentro, ese
aspecto primitivo parece estar mucho más fuerte en él. El instinto animal es
más intenso que cualquiera de nuestros raciocinios y contra lo que se puede
creer, hasta un animal en libertad no puede escapar de esa bestialidad innata.
De pronto la silueta suelta una palabra. “Gracias”, grita una voz masculina, mi
hipótesis se confirma, se trata de un
joven de unos 18 o 19 años al parecer.
Momento de meter la mano en el
buzón, leer ese retrasado diario y tener un ligero contacto con esa otra
realidad. Una nueva y aún más enigmática
pregunta estaba a punto de formarse para terminar de arruinarme el día con esa
jaqueca. En la página policial, grande y en letras negras: “Se reabre el caso
de la muerte de Sofía Arango. Parecido con últimos asesinatos en la ciudad
presumen que se trata del mismo asesino.”
Atte.
ESKOL
ESKOL
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